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Buena alumna, de Paula Porroni

  • Foto del escritor: Maite Lecue Santovenia
    Maite Lecue Santovenia
  • 25 ene 2022
  • 3 Min. de lectura


Buena alumna es la primera novela de Paula Porroni en la que nos muestra a una mujer en plena transición entre la juventud y la vida adulta, pero con la característica de que lo hace tarde, muy tarde. ¿Esto la diferencia del resto? Creo que no.


«Entonces pienso que es importante escuchar, confiar en lo que te diga el instinto. Pero mi instinto es mudo. No tiene boca ni labios».

Tiene casi 30 años y su vida de estudiante aún no ha terminado, su padre se ha muerto y su madre está cansada de enviarle dinero para que consiga su sueño, ¿qué sueño? No lo sabe.

A mí me sucedió algo mientras leía este libro, y es que tengo que admitir que le tenía miedo. ¿Es eso posible? No sé, pero es una realidad. La forma de escribir de Paula Porroni me encanta, me atrapa, cuenta lo que pasa sin terminar de contarlo del todo, tal y como a mí me gusta, y, sin embargo, estaba siendo incapaz de leer más de 15 páginas seguidas.

Me hizo sentir tan reflejada en la protagonista y tan cerca de sus sentimientos que me daba miedo leer cómo iba a terminar la historia, mi historia. En el libro hay partes en las que veía a mi yo de hace un tiempo y no a la actual, y tampoco me estaba siendo agradable ver cómo alguien había sabido retratarme sin conocerme.

La protagonista es una mezcla de diferentes yoes que me caen bien y no me gustan a la vez, pero sobre todo es una muestra de que es un verdadero asco la forma en la que nos vemos obligadas a ser Buenas alumnas.


Es muy interesante el punto de vista que nos presenta Paula Porroni, la protagonista no es feliz porque se ve como una fracasada, pero la gente de su alrededor tampoco lo es, por ejemplo, su amiga Anna no es más feliz que ella a pesar de «tenerlo todo» (muy entrecomillado porque no lo tiene todo, de hecho, su personaje se basa en la envidia porque no lo tiene todo). Entre ellas juegan a ser dos partes de una misma persona, aunque no lo son, a ser las amigas que fueron y que nunca volverán a ser, en definitiva, a darle un portazo a su entrada en la edad adulta y volver a ser esas amigas de la universidad que fueron en algún momento.


La presencia del personaje de su padre muerto es también clave en la historia: un padre modelo al que echa de menos como si le faltara un brazo para luego dejarte a ti, como lector, que descubras que en gran parte su exigencia y su sentimiento de superioridad de clase es por culpa de él, de las frases-enseñanzas que decía escondidas entre chascarrillos y que ella nunca fue capaz de olvidar.


En cuanto a su madre, es un personaje incluso más fantasma que su padre muerto. La figura materna a medida que el libro avanza va muriendo como la naturaleza muerta sobre la que la protagonista estudia y escribe para su tesis en esa universidad de segunda de la que se avergüenza.

Intenta corregir a su madre como lo hace con sus escritos y con su propia piel: tachando, tachando y haciendo daño:

«Leo, paro y clavo la punta afilada del lápiz en las yemas de dos dedos. Clavo y escarbo hasta sacar gotitas oscuras de sangre. Espero. De un dedo cae una gota. Y sin embargo, dentro de mí queda un residuo de odio. Corro al baño. Me encierro. Pongo los dedos bajo la canilla. Una mano obliga a la otra a quedarse bajo la canilla. Y el dolor estalla, gana una nueva fuerza y se vuelve todavía más intenso, más perfecto, gracias al agua que fluye y fluye, amplificándolo».

Esto nos lleva al último tema: la autolesión como símil del paso a la vida adulta. Hacerte daño para calmar la sensación de daño que te provoca todo lo que pasa a tu alrededor y así unificar ambos daños y sufrir más y seguir siendo culpable por todo lo que te va mal.

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